ARTURO PÉREZ-REVERTE, Falcó
Ya he comentado en otras ocasiones que Arturo Pérez-Reverte me parece un escritor bastante desigual, capaz de entregarnos desde historias maravillosas a otras de la mayor simpleza, aunque casi siempre entretenido (con permiso de esa abominación titulada Cabo Trafalgar, o de El tango de la guardia vieja, que abandoné a las pocas páginas). Es por esto que, cuando comencé a leer Falcó, con las altas expectativas que me había dejado la excelente Hombres buenos, tenía la terrible sensación de que me hallaba ante otro de sus patinazos. Pero nada más lejos de la realidad. Por fortuna la cosa mejoró tras el primer capítulo y terminó siendo, si no una obra maestra, al menos sí una novela de lo más sugestiva.
Falcó es la historia de Lorenzo Falcó, un mercenario sin escrúpulos ni ideología que vende sus servicios, sangrientos las más de las veces, al mejor postor, que en el caso de nuestra historia es el bando nacional durante la Guerra Civil Española. Tras la pobre presentación del personaje en el primer capítulo, la historia afortunadamente entra en harina y descubrimos de que irá el asunto: Falcó tiene la misión de ayudar a un grupo de falangistas infiltrados en territorio republicano a liberar a su líder, José Antonio Primo de Rivera.
Se trata, podemos adivinar, de una novela de espías en la que, como viene siendo costumbre en Pérez-Reverte, se pone más peso en el efecto que tienen sobre los personajes aquellas acciones que se ven obligados a realizar que el discurso de los acontecimientos en sí mismos. Y ésa es la virtud y al mismo tiempo el defecto de la novela. Este foco narrativo hace que, como lectores, nos sintamos implicados con todos los personajes secundarios, sintiendo simpatía por unos, odiando a otros, preocupándonos por alguno… pero Falcó, el principal, nos resulta un tanto indiferente. Y es que, a fin de cuentas, se trata del mismo protagonista de siempre: el antiguo fotógrafo de El pintor de batallas, la cazadora de artistas de El francotirador paciente o el cada vez más asimilado a este tipo de protagonista, El capitán Alatriste. De hecho, uno de los puntos a favor de Hombres buenos era que este sempiterno personaje de Reverte, que allí sería Pedro Zárate, permanecía bastante a raya por las tramas secundarias gracias a que no era el protagonista absoluto. Y es que este típico protagonista de Reverte es, además, alguien cuyas constantes disquisiciones metafísicas a cada paso que da o a cada movimiento que hace o en cada conversación que tiene con alguien lo vuelven poco real (aunque eso no tiene por qué ser un problema mientras mantenga la verosimilitud, claro), y que pretende sernos simpático (en cierta medida, al menos), cuando de encontrárnoslo en la vida real nos aburriría y asquearía a partes iguales. No sólo Falcó: cualquiera de sus protagonistas.
Y esa suele ser la zancadilla que Reverte se pone en todas sus novelas: pretender armarlas en torno a un protagonista que, de entrada, ya resulta antipático. Pero hay ocasiones en que la historia supera al personaje, se pone en primer término, y nos hace olvidar aquello que no nos gusta de él. Eso sucedía en El maestro de esgrima, en Hombres buenos, y eso sucede también en Falcó, aunque no de manera tan determinante como en las dos primeras. La historia de espías, si bien no de trama demasiado complicada, o quizá gracias a ello, atrapa al lector y le permite evadirse de la realidad, para fugarse a un mundo emocionante a pesar del dramatismo que plantea. Y es cuando la aventura toma el control cuando las novelas de Reverte ganan enteros, porque, seamos serios, se le da mucho mejor dejar miguitas de pan por la historia que las sesudas disquisiciones morales.
No entraré en la crítica social que Reverte hace en su novela, pues a fin de cuentas siempre es la misma, e Internet está lleno de entrevistas en las que él mismo no se cansa de repetirla una y otra vez. Diré sólo que, en Falcó, la aventura se impone a todo lo demás, y es cuando eso sucede que Pérez-Reverte escribe buenas novelas.